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Lewis Carroll

La caza del carualo
Una agonía en ocho prontos

El atraque
«¡Un Carualo anda aquí!», gritó el Heraldo,

que a los suyos bajaba con cuidado,

portando a cada cual sobre las aguas

con el pelo en sus dedos enrollado.

«¡Un Carualo anda aquí!, vuelvo a decirlo.

¡Un Carualo anda aquí!, y ya son tres;

que la tripulación esté tranquila:

lo que os digo tres veces, verdad es».

Diez la tropa formaban: un Botones,

otro que hacía lonas y bonetes,

un Abogado en caso de litigios

y luego un Corredor versado en fletes.

Y si el Apuntador, con gran pericia,

ganaba un poco más de lo debido,

un Banquero de ingentes honorarios

tenía el capital bien protegido.

Y un Castor recorría la cubierta

o esperaba en la proa haciendo punto:

era un seguro en caso de siniestro,

que el Heraldo sabía del asunto.

Y otro había, famoso por las cosas

que extraviara al unirse a este pasaje:

su reloj, su paraguas, sus anillos

y la ropa prevista para el viaje.

Cuarenta y dos valijas bien cerradas

con su nombre pintado en cada una;

mas, como se olvidó de mencionarlas,

se quedaron detrás de alguna duna.

No le importó perder la vestimenta,

pues iba en siete abrigos embutido

con tres pares de botas para todo;

más grave era su nombre haber perdido.

Y le llamaban «¡Eh!» y otras lindezas,

desde «¡Haga el favor!» o «¡Qué marciano!»,

a «¡Quién-puede-llamarse!» o «¿El-nombre-era?»,

sin olvidar «Fulano» y «Perengano».

Quien gustaba de términos más firmes

disponía de nombres diferentes:

era «cabo de vela» entre sus íntimos,

«queso al horno» para sus contendientes.

«Es desgarbado, y no muy espabilado

—opinaba el Heraldo con frecuencia—,

¡pero cuánto valor! Después de todo,

el Carualo requiere esa solvencia».

Desafiaba a las hienas meneando

la cabeza con mueca de descaro.

Y hasta fue de paseo con un oso,

«aunque sólo para animarle, claro».

Un buen día volvió loco al Heraldo

al confesar que, siendo Panadero,

sólo sabía hacer tartas nupciales…,

un don allí tan útil como un cero.

Mención merece el último marino

aunque parezca un memo redomado;

como sólo pensaba en el Carualo,

el buen Heraldo lo embarcó a su lado.

Siendo como decía Carnicero,

fue a declarar después de una semana

que su afición era matar Castores:

mudo quedó el Heraldo cual iguana.

Explicó al fin, con trémula cadencia,

que tan sólo un Castor iba en la nave,

pues viajaba con él como mascota…

¡La idea de matarlo era muy grave!

Cuando el Castor oyó a los dos hablar,

dijo al punto, con rostro descompuesto,

que ni siquiera el gusto de cazar

mitigaba un agravio tan funesto…

Con firmeza pidió que el Carnicero

viajara en otro barco semejante;

y el Heraldo repuso que eran otros

los planes que albergaba en ese instante.

Navegar no era nunca un arte fácil,

ni siquiera con cascabel y un barco:

y un peligro de más le parecía

con otra embarcación cruzar el charco.

Lo que el Castor debía procurarse

era un abrigo a prueba de navaja

—así habló el Panadero— y por supuesto

un seguro de vida con rebaja.

Tal fue la sugerencia del Banquero,

quien le ofreció dos pólizas abiertas

a buen precio, lo mismo contra incendios

que en caso de pedrisco (por sus huertas).

Después de aquel traspié, si el Carnicero

pasaba por su lado sin aviso

el Castor insistía en ignorarlo

y se mostraba tímido y remiso.

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