Ricardo era profesor de 4º de EP. Daba clase en el grupo que me había tocado en gracia en mi primer periodo de prácticas.
Ricardo era un profesor excepcional y un mentor de primera categoría, además de una excelente persona que un problema cardíaco se llevó demasiado pronto.
Con Ricardo aprendí muchos trucos prácticos para dar clase y también, y sin que él lo supiera, trucos para dar clase sobre como dar clase.
Pero, sobre todo, aprendí a observar. Desde el primer día me pidió que diera algunas clases sencillas para poder él sentarse al final de la clase a observar a su grupo. Un grupo que era, por segundo año, su tutoría.
Cómo aquella alumna que parecía modélica chinchaba sutilmente a este o a aquel. Cuánto se esforzaba en realidad aquel otro cuando parecía que no prestaba atención. Los rituales de ansiedades y manías de algunos antes de iniciar algunos ejercicios, cómo intentaban torearme este o aquel de modo sutil... De cada sesión salía con algún descubrimiento, me lo contaba, lo dialogábamos y trazábamos un pequeño plan para abordarlo.
También me pedía que le observara y le comentara aspectos concretos que pactábamos previamente. Y luego se invertían las tornas. Siempre el mismo proceso: observación, charlita y plan de mejora. Todo muy informal. Nada de protocolos de observación complejos, nada de vídeos... Pero tremendamente eficaz.
Allí se sentaba y no me miraba a mi. Observaba a aquellos pequeños y sus interacciones. Por supuesto, me rescataba si yo empezaba a zozobrar (todos zozobramos), pero yo era en aquella actividad, lo de menos.
Al acabar alguna de aquellas sesiones de observación, en el primer hueco disponible, nos sentábamos y me contaba sus hallazgos y reflexiones.