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21'39

Alejandro Céspedes

Lo que más nos sorprende de la vida
se hace consciente igual que los silencios,
de improviso, de golpe. No está afuera.
De una forma ridícula se aprietan los instantes
que empiezan a rodar sábana abajo.
Qué pronto se descubre…,
aquí a mi lado el aire que respiras…

El presente es un tiempo que se hereda a sí mismo,
una piel de culebra que se muda
y cuando se abandona nos persigue
y hace que lo agotado por el uso
nos parezca inventado en ese instante.
Es todo tan extraño
que obliga a confundir felicidad con calma.
Cada recuerdo escribe
su tratado de paz incomprensible.
Pero los cancerberos del tiempo no descansan.
No pueden soportar tanta abstinencia.
Instauran su tiránica vigilia.
La construyen más firme y más compacta,
vienen a recordarnos que los días
han de cumplir sus viejas instrucciones:
hacer ver a la vida que ya es hora
de volver otra vez a desconcharse.
Grano a grano la causa, cada causa, y en todas
abre su corazón a las tormentas,
se complace en el polvo de la melancolía
porque ahora ya ninguna resulta necesaria.

Solo somos las huellas de otras huellas perdidas,
el eco que producen nuestros pasos.
En lo abismal del sueño lo escuchamos.
Todos los sueños sangran por su filo.

El vacío nos deja entre las manos
su inútil resonancia,
un puente de eslabones cada vez más mermado
por el que a diario cruzan
insospechadas huestes del desastre.

De esta manera vamos siendo nuevos
durante una milésima de instante
cada vez que seguimos heredándonos
a expensas siempre de nosotros mismos,
pues eso en lo que estamos convirtiéndonos
apresuradamente nos rechaza.

El pasado respira y aquí nos falta el aire.

Un corazón herido fosforece,
nada puede volver a oxigenarlo.

***

Pedir perdón para que el mundo aprenda
el camino de vuelta.
Nunca es útil dar nombre a lo perdido
y aún así rebuscamos en todas las orillas el señuelo.
Somos los habitantes de una escenografía
edificada a expensas de otros ojos,
vida que se parece a nuestra vida,
un universo exhausto al que seguimos
esquilmando de forma irreversible.

Las funciones de nuestros teatrillos
convierten las preguntas en sillares de un muro
donde van a estrellarse nuestras lamentaciones
y luego desembocan como lágrimas falsas
en océanos hechos con un puré de plásticos.
Siempre es así, de forma ineludible,
en la ficción de lo que construimos
y nada nos confunde,
y nada nos conmueve.
La crueldad y el símbolo
quieren aparearse dentro del mismo espacio.
Pronto no habrá cobijo.
Las muecas de las máscaras
administran su cruel procedimiento
de una forma tan leve y tan constante
que consiguen que duren

exactamente igual

la representación y la existencia.
Pero la suma de ambas
nunca produce números reales.
Cada cual se divide a su manera
por una extraña herida
que no sabe curar ni emponzoñarse.

Godot no es más que un círculo vicioso
preñado de gangrena.
El punto de partida del que irradian
todos los avatares de lo que estamos siendo.
A nuestro alrededor solo hay pedazos
minúsculos, roídos, de una antigua conciencia
y en el remordimiento solo crecen
los dioses mercachifles del progreso.
Éxito irreversible, crecimiento que todo lo trocea
y hace de sus pedazos materia intercambiable
que crece y se alimenta de sí misma,
igual que ese animal atado a una baldosa
que agoniza en la página ochenta y tres del libro.
Y no lo comprendemos,
el mundo nunca aprende, nunca olvida.
Todo lo que extinguimos, devoramos,
consumimos, nos atrapa en el centro
de la succión de sus alcantarillas.
Alguien obsesionado
en pesar la ilusión del rendimiento
echa en los dos platillos
la materia fugaz que desechamos.
Lo inorgánico crece
en el centro de un bosque de silicio.
El viejo totemismo
que profesaba Artaud hace casi cien años
se niega a sospechar de la nostalgia.
Ya no hay dolor en el resentimiento
ni tampoco hay herida.
La mandíbula experta del olvido
rumia pausadamente la palabra perdón.
Nuestro camino,
que a fuerza de girar ya se ha hecho un círculo,
se acuesta sobre su propio lecho
aunque ya solo sirva
para amar el recuerdo de la herida.

Formas de consumirse
desfilan por delante de unos ojos en llamas.

¿A qué mejor destino
puede aspirar el fuego
sino a arder?

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