El anciano cruzó la plaza bajo el inclemente sol del verano, dirigiendo sus pasos hacia la iglesia. Mientras se acercaba, contempló el soberbio pórtico barroco del edificio que había sido para él uno de los lugares más destacados de su vida. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que cruzó el umbral de la verja que rodeaba a la iglesia? ¿Cuánto desde que jugara por última vez al balón con sus amigos en la plaza? Ni siquiera él llevaba la cuenta de los largos años transcurridos, y le era necesario relacionar su cada vez más limitada memoria con la Historia del país al que acababa de regresar. Sus ojos habían visto pasar casi setenta primaveras; casi setenta tórridos veranos en aquella vieja y ahora desconocida Andalucía y en las tierras de América que le acogieron siendo aún un muchacho.
Se alegraba de estar allí. No podía morirse sin visitar de nuevo su antiguo pueblo, aunque ya nadie le conociera y muchos de sus amigos de la infancia hubieran muerto ya. Era un desconocido en su propia tierra, que hablaba un extraño acento y vestía un elegante traje de color gris claro, de un corte pocas veces visto por aquellas latitudes. Un forastero, como a buen seguro murmurarían las comadres en la intimidad de la tienda de comestibles.
Finalmente entró en la iglesia. Al acceder por una de las puertas laterales lo primero que le sorprendió fue el brusco descenso de la temperatura. Los casi cuarenta grados del exterior se vieron reducidos a menos de treinta, una temperatura más que soportable. Cuando su vista se adaptó a la penumbra, se dio cuenta de que todo estaba igual que cuando era niño. Incluso después de tantos años de ausencia, recordaba cada detalle de esa iglesia: cada columna bellamente labrada, cada pequeña capilla de las naves laterales, los antiquísimos cuadros oscurecidos por el tiempo, las beatíficas miradas de las vírgenes y santos, el imponente altar dorado de al menos veinte metros de altura presidido por la talla de un crucificado agonizante del siglo XVII que elevaba su mirada al cielo, tan realista que siempre había tenido la impresión de que algún día gritaría: “¡Padre! ¿Por qué me has abandonado?”. Era curioso cómo había podido recordar todos aquellos detalles con nitidez, cuando ni siquiera podía ya recordar la cara y la voz de uno de sus hijos, muerto hacía sólo cinco años.
Hasta le pareció que el padre Julián aparecería de pronto saliendo de la sacristía para celebrar el oficio del domingo, vestido como siempre con su casulla verde. Él, pequeño monaguillo, le ayudaría a arreglar el altar para la misa, donde todo el pueblo sin excepción escucharía al joven cura leer los evangelios y dar el sermón, instruyendo a los paisanos sobre la vida recta y las costumbres apropiadas para la gente de orden. Luego, cada cual volvería a sus quehaceres mientras él se quedaría con Don Julián para recoger y limpiar la iglesia. ¿Cuántos años tendría ahora el padre Julián de estar vivo? Al menos noventa, según sus cálculos. Cuando él era niño, Don Julián era un joven cura recién ordenado que rápidamente se ganó el afecto de las fuerzas vivas del pueblo por su carácter serio y su afinidad política con los pocos privilegiados que dominaban la vida de aquella humilde localidad andaluza, donde el único edificio digno era, precisamente, la iglesia.
Hay que poner una vela a Dios y otra al Diablo, decía su padre. Él era la vela que su familia había puesto a Dios, porque siempre convenía estar a buenas con el clero, mientras su padre se encargaba de los tratos con el Diablo, militando en un sindicato. Cuando empezó el tiroteo, su padre se dio cuenta rápidamente de que, en aquella querella largamente pospuesta, Dios y los suyos tenían las de ganar porque estaban todos a una, mientras en las filas del Diablo proliferaba el mamoneo y el cainismo, así que se las arregló para sacar a toda la familia del país con destino a Caracas, y nunca más volvió a España. El cambio no les fue nada mal, porque aunque empezó su vida como mísero jornalero, veinte años después de la huida de España, su padre murió dejando en herencia a sus hijos algunas importantes fincas, bastante dinero depositado en cuentas y valores e incluso una increíble cantidad de billetes astutamente escondidos cuyo origen nunca supieron determinar.
Ahora, en la quietud del vacío templo, caía en la cuenta de que, tras huir a América, su padre raramente había vuelto a hablar del pueblo o de sus gentes. Parecía que hubiera decidido enterrar su vida anterior, olvidando para siempre el pasado. Éstaba seguro de que, en su interior, los recuerdos de aquellos lugares y aquellos difíciles tiempos habían acompañado a su padre toda su vida, lo mismo que le pasaba a él.
Caminó despacio por la iglesia durante un rato, deteniéndose a contemplar aquellos detalles que tan vivos habían permanecido en su recuerdo y maravillado de que todo aquello siguiera allí, como detenido en el tiempo. Súbitamente, una pequeña figura negra surgió de la sacristía, dirigiéndose hacia el altar. Era un anciano vestido con sotana, encorvado y enjuto, que ni siquiera reparó en su presencia.
-Padre… -Acertó a decir.
El anciano cura volvió la mirada, sorprendido tanto por no conocer al individuo que le hablaba como porque hubiera alguien en la iglesia a aquellas horas.
-Dígame.
-Sí… Soy un antiguo monaguillo de esta iglesia, pero hace muchos años que no vengo al pueblo. Estoy de visita. Me preguntaba si conocería usted al párroco que vivía aquí cuando yo era un crío. Se llamaba Don Julián Crespo.
-¿Cómo no le voy a conocer? Yo soy Julián Crespo.
-Padre Julián. Yo soy Antonio Cruz, el hijo de La Benita.
El viejo cura pareció dubitativo durante unos segundos. Al parecer, su memoria no era mucho mejor que la de Antonio, pero al final sonrió levemente y exclamó:
-¡Hombre, Antoñito…! ¡Pero cuántos años…!
-Sesenta años, padre. Por lo menos. La verdad es que no esperaba encontrarle aquí, después de tanto tiempo.
-Bueno, también yo estuve fuera del pueblo bastante tiempo. Antoñito… -El sacerdote se quedó pensando, recordando tiempos pasados. -Ha pasado toda una vida, ¿eh? A mi me dieron un cargo en Madrid, pero después de muchos años me volvieron a enviar a este pueblo, y parece que aquí es donde pasaré lo poco que me queda de vida.
-¿Por qué dice eso, padre?
-Porque, como ves, estoy ya muy viejo y enfermo. Tengo más de noventa años y casi siempre estoy con mis dolores. Hay días que ni siquiera puedo dar misa. Pero, ¿Qué fue de vosotros? Nadie os volvió a ver por aquí nunca.
-Tal como se puso la cosa, mi padre prefirió evitarse problemas y poner agua de por medio. Hemos vivido todos estos años en América. De los que nos fuimos, sólo quedo yo. Después de tanto tiempo me alegro de que aún se acuerde de mí, padre, porque entre otras cosas, volví con la esperanza de encontrarle y poder charlar con usted.
La sonrisa del cura se veló un poco al escuchar aquellas palabras. Una sospecha, unos recuerdos enterrados en su mente durante décadas, luchaban por abrirse camino en su consciencia, y de pronto se dio cuenta de que estaba sintiendo miedo de aquel desconocido con quien se encontraba a solas.
-Nunca le llegué a contar a nadie lo que pasó entre nosotros, Don Julián. Tenga por seguro que mi Padre le hubiera matado con sus propias manos si hubiera dicho en mi casa lo que usted hacía conmigo. Seguramente fue por eso mismo por lo que callé durante toda mi vida.
-Pero yo… yo… creo que se equivoca…
Antonio sonrió de oreja a oreja. Había realizado un largo viaje para cerrar el círculo de su vida, y el destino le había puesto por delante la oportunidad. No la iba a despreciar. Siguió hablando muy despacio, con mucha calma y ese acento venezolano que toda una vida en América le había dejado y que sabía que contribuía a asustar aún más si cabe al viejo cura pervertido que tenía delante.
-Por favor, Don Julián, no me ofenda. Ambos somos ya unos ancianos; a estas alturas de la vida ya va siendo hora de enfrentarnos con nuestros actos. A usted le gustaba meter mano a los monaguillos en la sacristía y hacer guarradas con nosotros entre misa y misa. Luego nos decía que aquello era un secreto entre nosotros y Dios, para después llenarse la boca de moral y santidad delante de los feligreses.
-¡Por Dios, Antonio! ¡Por Dios…!
-No me nombre usted a Dios. Hace mucho tiempo que no creo en Dios; casi desde que usted me puso su asquerosa mano encima por primera vez. Mire padre, tengo casi setenta años, y no he sido lo que se dice un angelito, pero cuando el médico me diagnosticó un cáncer terminal y me dijo que me quedaban seis meses de vida, lo primero que se me pasó por la cabeza fue volver aquí a saldar una vieja deuda que tengo con usted, si es que estaba todavía vivo. ¡Y mire qué suerte tengo! Aquí está usted, justo delante de mí.
Y diciendo esto, Antonio sacó del bolsillo de su chaqueta un pesado revólver negro que dejó apuntando al suelo mientras no dejaba de mirar a Don Julián.
-¡Antonio! ¡Espera! ¡Perdóname, hijo! Hace mucho tiempo de aquellas cosas, y he pedido perdón a Dios miles de veces… Sólo soy un viejo enfermo. ¿Qué vas a hacer?
-¿Qué voy a hacer…? Buena pregunta, padre. Yo le haré otra pregunta: ¿Sigue usted creyendo en Dios?
-Ss… sí, claro.
-En ese caso, me alegro doblemente. No se preocupe por esta pistola. Es que donde yo vivo estamos acostumbrados a andar armados; nunca se sabe dónde puede surgir la necesidad de liarse a tiros… Sólo la he sacado para acojonarle un poco más, pero ya veo que está usted aterrorizado del todo. Yo superé lo que usted me hizo hace muchísimo tiempo, pero me moría de ganas de echarle en cara lo guarro y lo inmoral que fue usted conmigo antes de irme al otro barrio. Reconozco que se me había pasado por la cabeza pegarle dos tiros, pero eso le ahorraría las miserias que nos esperan a ambos antes de morirnos. Ahora daré media vuelta y me marcharé, y usted se quedará aquí tal como está: a medio momificar y atormentado por el recuerdo de unos pecados que le acompañarán hasta la muerte. Espero que tenga usted razón, y que Dios exista realmente. Así podrá condenarle al Infierno, que es lo que siempre ha merecido. Nos veremos allí, padre Julián, si Dios quiere.
Y diciendo esto, Antonio dio la espalda al anciano y se dirigió hacia la puerta de la iglesia, hacia el calor de la plaza, hacia el tren, el avión, hacia el calor de su familia en Caracas y hacia un duro destino para el que ya estaba totalmente preparado.