David Harris estaba sentado en el auditorio de una universidad británica. Aburrido por el orador, comencé a mirar a mi alrededor. Vi a alguien que me resultó familiar de una encarnación académica anterior. Cuando terminó la sesión me presenté, preguntándome si después de años que se podían contar en décadas, me recordaría.
Dijo que sí, momento en el cual comenté que los años no habían pasado para él. Su respuesta fue: "Pero usted cambió muchísimo".
"¿Le parece?" pregunté con un cierto grado de turbación, sabiendo que, más allá del autoengaño, no es lo mismo tener 60 que 30.
Mirándome a los ojos, proclamó, mientras otros asistentes que estaban cerca, prestaban atención, "Leo lo que usted escribe sobre Israel , y me disgusta. ¿Cómo puede defender a ese país? ¿Qué le pasó al muchacho liberal que conocí hace 30 años?"
Respondí: "Ese muchacho liberal no ha cambiado su punto de vista. Israel es una causa liberal, y estoy orgulloso de hablar a su favor".
Si, estoy orgulloso de hablar a favor de Israel . Un viaje reciente me recordó una vez más el por qué.
Algunas veces, son las cosas aparentemente pequeñas, aquellas que muchos ni siquiera notan, o dan por sentadas, o quizás deliberadamente ignoran por temor a que afecten su mentalidad hermética.
Es la lección de manejo en Jerusalén: la alumna es una mujer musulmana devota que está detrás del volante, y el profesor es un israelí que usa solideo. A juzgar por los informes de los medios sobre los interminables conflictos entre las comunidades, tal escena sería imposible. Sin embargo, era tan rutinaria que nadie excepto yo le echó una mirada al pasar. Es obvio que la misma mujer no se hubiera podido dar el lujo de tomar lecciones de manejo, mucho menos con un profesor judío ortodoxo, si viviera en Arabia Saudita.
Son los dos hombres homosexuales que caminan de la mano por la costanera de Tel Aviv. Nadie los miraba, ni cuestionaba su derecho a exhibir su afecto. Imaginen tratar de repetir la escena en alguno de los países vecinos.
Es la multitud de un viernes en la mezquita de Jaffa . Los musulmanes tienen la libertad de ingresar según les plazca, a orar o reafirmar su fe. La escena se repite en todo Israel . Entretanto, los cristianos en Irak están expuestos a la muerte; los coptos en Egipto enfrentan a diario la marginación; Arabia Saudita prohíbe la exhibición pública del cristianismo; y en gran medida se ha echado a los judíos del Medio Oriente árabe.
Es la estación central de autobuses de Tel Aviv. Allí se encuentra una clínica gratuita para los miles de africanos que han ingresado a Israel , algunos legalmente y otros no. Provienen de Sudán , Eritrea , y otros sitios. Son cristianos, musulmanes, y animistas. Claramente, saben algo que desconocen los detractores de Israel , que despotrican y vociferan sobre un supuesto "racismo". Saben, que si tienen suerte, podrán empezar una nueva vida en Israel . Por eso eluden los países árabes, por temor a la cárcel o las persecuciones. Y mientras el diminuto Israel se pregunta cuántos más de esos refugiados podrá absorber, los profesionales médicos israelíes se ofrecen como voluntarios para esa clínica.
Es “Save a Child's Heart”, otra institución israelí que mayormente no llega a los medios internacionales, si bien merece una nominación al Premio Nobel de la paz. Allí llegan, muchas veces clandestinamente, niños que necesitan tratamientos cardíacos avanzados. Llegan desde Irak, la Margen Izquierda , Gaza , y otros lugares árabes. Reciben tratamiento de primer nivel. Es gratis, y lo brindan médicos y enfermeras que desean afirmar su compromiso con la convivencia. Sin embargo, estos mismos individuos saben que, en muchos casos, no se reconocerá su trabajo. Las familias temen admitir que buscaron ayuda en Israel , incluso cuando gracias a los israelíes a sus hijos la vida les ha hecho un nuevo contrato.