Llegas a la playa y está hasta la puta bola de gente. Buscas un sitio mientras te achicharras las plantas de los pies con la arena. Apartas las colillas para extender la toalla y pinchar la sombrilla, con cuidado de no tocas las aledañas. Pasa un hijo puta niño corriendo que te echa la arena encima. Decides bañarte en esa orilla donde todos han meado (y algunos incluso algo más), para salir lleno de salitre y con algas en los cojones. Te tomas algo en el chiringuito a precios de posguerra después de haber peleado a codazos por diez centímetros de barra. Y te vas de allí pensando en los tres euros que te han soplado por un paquete enano de papas fritas rancias mientras te quitas la arena de los pies en ese festival de los hongos que llaman duchas.
La verdad, no sé cómo os puede gustar la playa.